Discurso de Juan Gabriel Vásquez – Prémio Literário CAL/Grupo Lena 2016

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Ouça aqui o discurso de Juan Gabriel Vásquez, na cerimónia de entrega do Prémio Literário CAL/Grupo Lena 2016, no dia 8 de julho:




“Este premio es un honor y una satisfacción: un honor por la nómina de escritores a la que ahora se añade mi nombre, y una satisfacción por varias razones, algunas más abstractas que otras, algunas comunicables y otras, por desgracia, tan tímidas que no se atreven a salir a la luz del mundo delante de tantas personas. Pero una de ellas, me parece, bien merece ser puesta en palabras, pues tiene el valor estético de la simetría. Hace mucho tiempo vine a Portugal por primera vez, invitado, por iniciativa de mi amigo Luis Sepúlveda, a un encuentro literario. Yo tenía 25 años y acababa de publicar, en una pequeña editorial colombiana, una novelita de 120 páginas de la que entonces he renegado, pero que en ese momento sirvió de pretexto para que un programador bienintencionado me incluyera en una mesa redonda sobre un tema que ya no recuerdo, pues sólo recuerdo los amables elogios que, generosa como ha sido siempre, me hizo Nélida Piñón. Otro recuerdo guardo de ese fin de semana: Daniel Mordzinski, que ya para entonces era mi amigo, andaba de arriba para abajo fotografiando todo lo que se moviera, siempre que eso que se moviera hubiera dado alguna página a la imprenta. A lo largo de todo el festival acompañé a Daniel a tomar sus retratos extraordinarios de novelistas y poetas cuya reputación me impresionaba, y en un momento impreciso comenzó a pedirme que sostuviera detrás de los fotografiados un fondo de terciopelo negro. Así me paré, como el asistente más devoto, detrás de Agustina Bessa-Luis y de Vasco Graça Moura, y así acabé metido en una foto de grupo donde varios escritores vieron a alguien pasar corriendo de un lado a otro por petición del fotógrafo. Era José Saramago, que acababa de enterarse del premio Nobel, y que daba frente a la cámara pasos largos que hubieran sido la envidia de cualquier atleta etíope.

Son recuerdos de un cierto aprendizaje, un viaje inseguro y neófito por los comienzos de un novelista, y este premio que hoy me otorga la Casa de América Latina es todo lo contrario: es un premio tan bello y tan exigente que puede hacerme creer que ya no soy un aprendiz, que ya no me encuentro en ese viaje inseguro. No voy a caer en ese error. El novelista, tal como yo lo entiendo, es un aprendiz constante; nunca acaba de conocer su arte ni llega jamás a dominarlo; nunca, por más libros que haya publicado y por más reconocimientos generosos que reciba, escribe desde la certidumbre o el conocimiento. El novelista escribe porque no conoce, porque ignora, porque duda; y esa ignorancia, esa incertidumbre, son sus motores, sus acicates, entre otras cosas porque lo único que quiere una novela digna de su tradición, lo único que la obsesiona, es el descubrimiento de algo nuevo, de una parcela de nuestra existencia —mínima o enorme, revelación histórica o íntima epifanía— que no hayamos visitado antes. Es lo que he intentado hacer en esta novela breve (o quizás debería decir: esta breve novela) que el jurado de este premio ha distinguido. Y aquí me gustaría dejar constancia de una gratitud especial, pues no se me olvida un hecho que, bien mirado, es profundamente extraño: ninguna de las palabras a las que este jurado ha dado su reconocimiento ha sido escogida por mí. Todas le pertenecen a mi traductor, Vasco Gato. Ahora quiero agradecerle su oído y su sentido del ritmo, sin los cuales esta novela sería muchas cosas, pero no sería una novela mía y, sobre todo, no sería digna de traerme a este lugar maravilloso que sirve de puente entre nuestras culturas así como la traducción es puente entre nuestras lenguas.

La familia a la que mi novela se esfuerza, sin duda en vano, por pertenecer, incluye a Henry James pero también a Saul Bellow y aun a Juan Carlos Onetti. Todos ellos me ayudaron a explorar ciertos terrenos de nuestra moralidad, de nuestra memoria privada pero también de nuestra relación con el mundo exterior, que todavía guardaban secretos. Y esto parte de una convicción testaruda y un poco melancólica. Este aparato maravilloso que llamamos novela es todavía capaz de eso que Ford Madox Ford, en una bella página, llamó “una investigación profundamente seria en el caso humano”. Me gustan esas palabras: el caso humano. Lo humano como problema, como asunto de una compleja indagación. En ese cruce de caminos entre lo privado y lo público, en ese lugar donde se encuentran el poder de los medios masivos y la fragilidad de nuestros recuerdos inconfesables, la vulnerabilidad de nuestra imagen pero también la de nuestra memoria, en ese lugar delicado que se encuentra fuera del alcance de la historia y del periodismo, y que se perdería si no se ocuparan de él la ficción y su aliada la poesía, ha querido entrar mi novela. Ha entrado en él, lo ha explorado y ha vuelto a salir con los resultados humildes de sus exploraciones. Y mucho me temo que entre esos resultados no hay respuestas claras y unívocas.

Los lectores de Las reputaciones se han encontrado con un final que se niega a cerrar las puertas abiertas. La novela gira alrededor de una noche en la cual pudo o no tener lugar un hecho terrible. Pero ese hecho, ¿sucedió o no sucedió? La ambigüedad fundamental de la novela, su empecinamiento en explorar una pregunta que se deja sin respuesta, ha provocado ciertas resistencias, y en ellas me ha parecido ver una metáfora de nuestra condición humana, siempre sedienta de claridades tranquilizantes, siempre incómoda ante la confusión y la incertidumbre: ante las arenas movedizas de nuestra experiencia. Pero yo he llegado a creer con el tiempo que la capacidad para aceptar finales abiertos tiene mucho que ver con nuestros mejores impulsos como sociedades. Decía Amos Oz que el talento para comprender y disfrutar los finales abiertos —es decir, esas situaciones en que no quedan claras las cosas— puede permitirnos la comprensión de todas esas situaciones ambiguas de nuestra vida política, todos esos conflictos donde más de uno puede tener la razón o puede que no la tenga ninguno. Yo he querido escribir una novela en cuyo centro se abre un vacío, un lugar de oscuridad y misterio, y la novela ha creído que ese lugar, por su propia naturaleza, quedaría empobrecido por una respuesta demasiado clara. El jurado de este premio, parece, ha encontrado algo valioso en esa manera de ver el mundo. Yo se lo agradezco. La reivindicación de la naturaleza ambigua y contradictoria de nuestra experiencia humana es parte de lo que ha tratado de hacer mi novela, así como la protección de esa verdad fundamental: que a veces las preguntas son más interesantes que las respuestas, y que a veces el silencio es más elocuente que las exhaustivas voces. O, como decía Pessoa: el silencio es una nave con todas las velas llenas.

En una guía de Lisboa que escribió una vez, Pessoa dice: “Para el viajero que viene del mar, Lisboa, incluso desde lejos, se levanta como una hermosa visión sacada de un sueño”. Tal vez lo mismo sintió José Saramago, cuando escribió las líneas que abren El año de la muerte de Ricardo Reis: “Aquí acaba el mar y empieza la tierra”. Ricardo Reis llega desde Brasil en el vapor Highland Brigade. En él ha comenzado a leer un libro de un autor que no conoce: The God of the Labyrinth, de Herbert Quain.

Herbert Quain fue un autor inventado por Borges. Ricardo Reis fue un autor inventado por Pessoa. En el libro, Fernando Pessoa es un poeta inventado por Saramago.

Esta tarde me pregunto quién me habrá inventado, quién soñará este momento en que sueño que estoy aquí: quién habrá inventado que recibo un premio con las palabras de otro, y que me alegro al recibirlo, y que les doy las gracias.”

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