Conto ‘Otra vez el chasquido de las botas’

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Alguien destapó el ataúd para que papá viera por última vez a su ahijado. Nada en el mundo merece más respeto que la presencia de un muerto.
Jairo Mercado Romero

A Germán Vargas Cantillo

Por la ventana de madera penetraron los disparos. Unos disparos secos, seguidos. El, con lentitud, casi en puntillas, con el ceño fruncido sosteniendo los anteojos, fue hasta la ventana: contó una vez, dos veces, hasta comprobar que eran catorce los hombres que subían por el camino resbaloso; se acercó un poco más y pudo percibir el chasquido de las botas entre el barro mojado y flojo. Ya estaban de espaldas cuando volvió a contarlos: les vio el uniforme, el escudo del gobierno, las municiones en las bandoleras cruzadas, el pelo recortado y ese sonido que lo martirizaba como una herida abierta, ese chasquido de botas negras, pesadas, esa música de muerte que continúa su camino sin que nadie pueda detenerla.

Las manos de su mujer le tocaron el hombro; ella tenía los párpados inflamados y rojos desde los días de la vigilia, ahora, de nuevo, se humedecían. Soportó las palabras pegadas a su tráquea. El la llevó de la mano, despacio, hasta el camastro, en silencio, en silencio los dos, mientras más allá el clas clas de las botas negras, ese chasquido de muerte entre el barro mojado y flojo. Los niños no despertaban.

En las fuerza de los dedos comprendieron que debían irse; se respiraron muy cerca y esperaron, sólo eso hicieron durante años.

—Vámonos de aquí, Echeverry —dijo la mujer con una voz secreta que le entró por los poros abiertos al hombre mientras movía las aletas de su nariz.

Sí había pensado marcharse, abandonarlo todo, la casa donde vivieron sus abuelos y padres, el cementerio con gladiolos y azucenas donde lloró y vio llorar los muertos amados.

—Soy sepulturero pero no de asesinos —decía a su mujer cuando lo obligaban a enterrar desconocidos antes de que inventaran los del río, antes de que la espuma y la desnudez de los cuerpos salpicara en medio de la voz del sargento Peñaranda: “Estos hijueputas ni tierra merecen”.

La sonrisa de los años felices se le confundió con las arrugas del odio y cuando la espera de su último hijo se convirtió en otra venganza, jamás volvió a sonreír. Ahora, sentado en el camastro, con la fuerza de las manos de su mujer entre las suyas, lo recordaba. La culata contra el brazo velludo y la cara seria de Peñaranda mirándolo, con ese rencor que subía desde sus botas negras, pesadas, que al hundirse entre el barro presentían la muerte. Ella lloraba, agarrada de la silla mientras el sargento ordenaba requisar los baúles. “Gran maricón, ¿jugando a la guerra?”, con su voz gruesa, con las malditas botas sobre la cara.

Los niños se levantaron entredormidos, Echeverry los miró y no pensó más en la partida porque el revólver guardado tiempos atrás esperaba sus dedos fuertes de sepulturero.

Ibagué 1975.

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