Ano do centenário de Augusto Roa Bastos
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___________________________________________________________________________________O Governo do Paraguai, declarou o ano 2017 “Ano do centenário do nascimento de Augusto Roa Bastos”, tendo para o efeito criado a Comissão Nacional Comemorativa, onde estão representadas várias instituições nacionais.
A Comissão Nacional, entre 1 de janeiro e 31 dezembro de 2017, promoverá diversas atividades tanto no país como no estrangeiro, enaltecendo a figura e as obra do Prémio Cervantes 1989. O momento alto das comemorações ocorrerá no dia o 13 de junho, dia do nascimento de Augusto Roa Bastos.
Augusto Roa Bastos
(Assunção, Paraguai, 13 de junho de 1917 – 26 de abril de 2005)
Narrador e poeta, Roa Bastos é considerado o escritor paraguaio mais importante do século XX e um dos grandes romancistas da literatura hispano-americana.
A sua infância decorreu em Iturbe – pequena população culturalmente guarani-, cenário e objeto referencial quase constante do seu mundo romancista. Participou na Guerra do Chaco entre o seu país e a Bolívia, experiência que descreve no seu romance Hijo de hombre (1960), obra que refere cem anos de história paraguaia. É de destacar o rigor técnico com que o autor traça o seu relato, assim como a força da prosa mestiça com que transcreve a fala regional.
Oposto ao regime ditatorial do país, viveu quase sempre no estrangeiro (especialmente em Buenos Aires) e trabalhou como jornalista, conferencista e professor.
Entre as suas obras figuram várias coleções de contos: El trueno entre las hojas (1953), El baldío (1966), Madera quemada (1967), Los pies sobre el agua (1967), Moriencia (1969) e Cuerpo presente (1971). A sua obra mais relevante é o romance Yo, el supremo (1974), inspirada na vida daquele que foi o ditador do Paraguai entre 1814 e 1840. Nele aprofunda as raízes do espanhol paraguaio, potenciando a criação de neologismos, deformações e contínuos jogos tanto léxicos como sintáticos.
Para além de ter escrito vários guiões cinematográficos, outras das suas obras são El pollito de fuego (1974), Lucha hasta el alba (1979), La vigilia del almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1995) e Madame Sui (1995).
Em 1989 venceu o Prémio Cervantes e, no ano seguinte, foi distinguido com a Ordem Nacional de Mérito do Paraguai. (Documento original)
Contravida é o único romance de Augusto Roa Bastos com edição portuguesa pela Difel, estando esgotado de momento.
LOS HOMBRES
Tan tierra son los hombres de mi tierra
que ya parece que estuvieran muertos;
por afuera dormidos y despiertos
por dentro con el sueño de la guerra.
Tan tierra son que son ellos la tierra
andando con los huesos de sus muertos,
y no hay semblantes, años ni desiertos
que no muestren el paso de la guerra.
De florecer antiguas cicatrices
tienen la piel arada y su barbecho
alumbran desde el fondo las raíces.
Tan hombres son los hombres de mi tierra
que en el color sangriento de su pecho
la paz florida brota de su guerra.
EL BALDIO
No tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar el aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se enganchaba entre las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el ha… neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombro. Era evidente que le resultaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes.
** Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubiera podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia adelante, estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en una curva desparramaron de pronto una claridad amarilla que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas en seguida.
Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente regada de sudor, escarró y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura.
Iba a huir, pero se detuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago que arrancó también de la oscuridad el bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel del envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó lentamente, como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante.
Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.
(De: El baldío, 1966)